la opinión musical de Litoscar

Sunday, October 14, 2007

El primer tercio









Existe un poema de Parménides, el filósofo griego, que concluye con la dicotomía entre acción y pensamiento. Borges, en su cuento El Inmortal, resolvió la disyuntiva al decidirse por el segundo, pues considera al pensamiento el placer más abstracto. Sin embargo, pese a la suerte de que el hombre posee toda una Odisea dentro de su cabeza, el exterior nos obliga a confrontar todo lo que nos rodea con ese otro mundo conspicuo que habita en nuestro cerebro. Es aquí donde surge la figura de Neal Cassady.
Para Cassady ser un literato era una empresa vana, vivir en la especulación. El acto de escribir implica pensar, discernir, analizar, seleccionar. Formas educadas de no ser. Por eso eligió la acción. Sabía que su papel en los acontecimientos estaba detrás del volante. Así lo atestiguan dos obras en las que es capturado como hito primordial de la nueva conciencia Norteamericana, On the road de Jack Kerouac y Ponche de ácido lisérgico de Tom Wolfe. Como ha ocurrido con otros miembros de la Generación Beat, la casualidad juega un papel diabólico en la prehistoria de sus miembros. Neal nació en la carretera. No en una cama, no en un hospital. Vino al mundo en el camino a Salt Lake City, Utah.
Este hecho, más que auspiciar cierto sentido romántico decadentista, conserva un paralelismo western que el tiempo ha olvidado. Tan remota es esa práctica de abandonarlo todo, de partir hacia tierra extraña con el propósito de hincar de nuevo, que esos hombres nos parecen de otro mundo. Cassady pertenecía a ellos. Siempre mostró reticencia por las residencias fijas. Sólo Denver ganaría para él ese rango de terruño. Aunque observado con detenimiento no representaba el maternalismo ni la identidad que nos puede ofrecer la tierra. Denver como una ciudad dentro de una esfera de cristal, para contemplarla los días de navidad. Una Disney World ideológica. El lugar donde comenzó todo.
Neal cassady comienza a fraguar su leyenda al ser descrito por Kerouac como Dean Moriarty en la novela On the road. Aprovecho para hacer una analogía bastante divertida. Infinidad de críticos mal encausados y observadores light de la literatura han querido ver a Cassady como una suerte de padrote literario, al declarar que sin él Kerouac no habría sido el gran escritor que es. Nada más falso. Jack descubrió una fuente reveladora portentosa en su compañero de viajes. Supo cristalizarlo. Gozó de la suficiente malicia literaria para evitar que las experiencias de ambos se quedaran meramente en el plano anecdótico y se convirtieran en la gran literatura. La analogía consiste en que al igual que Stephen Dedalus (que representa el alma) y Leopold Bloom (quien aportaba el cuerpo), personajes de la novela Ulises de James Joyce, tuvieron que hacer un viaje para complementarse, de igual manera Jack y Neal sufrieron de la misma unificación.
Es en el punto en que hacen contacto que estalla todo. A partir de entonces Neal Cassady no pudo detenerse nunca. Jack no sólo lo utilizó como modelo para sus narraciones, lo condenó a ser una incansable máquina generadora de mitología. Y Neal no sólo encontró en su biógrafo refugio para volcar sus inquietudes personales, si no que lo destinó a ser siempre un segundón, el hermano menor que profesa su admiración por las hazañas de su hermano mayor.
De ahí en delante, Cassady llevaría el paradigma beat al límite. Al grado de que su primigenia intención de ser escritor se transformó en una necesidad acuciosa y apremiante por alcanzar la estatura literaria de sus compañeros. Para obtener dicho reconocimiento comenzó la escritura de su autobiografía, titulada El primer tercio. Pero para un hombre que atravesó el país por carretera innumerables ocasiones, que se mudaba obsesivamente de Denver a Nueva York y a San Francisco, quien además experimentaba con drogas, se largaba de parranda a México, hacia el amor dos veces al día y se masturbaba tres más, trabajaba en el ferrocarril, la confección de un libro en el plano práctico era imposible. Como era de suponerse el libro quedó inconcluso. Neal Cassady murió en San Miguel de Allende, Guanajuato, de un pasón de pulque y anfetas, en el no menos señero año 68. Se refugiaba de la policía en México.
Sus vivencias de ladrón de autos juvenil en reformatorios estatales lo marcaron para siempre. Constantemente se sentía acosado por la policía. Tal vez de ahí provenga también un poco su impulso por el desplazamiento.
El primer tercio estuvo extraviado durante más de veinte años. A casi 40 años de que Neal trabajara en ella, editorial Anagrama publica la versión que apareciera en 1981 en City Lights Press con prólogo de Lawrence Ferlinghetti. Que rescata un prólogo del propio Cassady. Al revisar el pasado, una pregunta que no dejamos de formularnos es: ¿cómo hizo un hombre para protagonizar dos de los momentos más cruciales de la contracultura? El ya mencionado con Kerouac y el otro, más extenso y mediático, que a simple vista no muestra sus dimensiones reales, pero que inmiscuye todo el amplio espíritu precedente que dictará las leyes de los cambios sociales venideros. Y no es para menos, el simple hecho de ser el conductor del camión de los Alegres Bromistas de Ken Kesey lo relaciona con los sucesos más significativos de la época, desde el LSD pasando por Alan Watts, el nuevo periodismo, incluidos Hunter S. Thompson, Tom Wolfe, Robert Greenfield y Paul Scanlon, etc. Nexos en apariencia poco fundamentados pero que lo ligan a los Ángeles del Infierno, Altamon, el jipismo y que si hubiera sobrevivido a los 80’s seguramente hubiera sido un entusiasta del punk. Baste oír la canción “Visiones de Cody” del grupo actual de rock duro español Lagartija Nick para hacernos una idea de la conveniencia de Neal Cassady en el siglo XXI.
En la línea de los rasgos de identificación con la generación beat, al igual que Kerouac y Allen Ginsberg sufrió la conversión. Los dos primero se adhirieron al budismo y Cassady se hizo partidario del reverendo Edgar Cayce. Aunque su religiosidad no es equiparable a la de los seguidores de Buda, hay una ambición espiritual por saberse parte de una conciencia aparte. Y todo eso se revela en El primer tercio. Sin ser un libro indispensable, guarda un registro único y personal de un Cassady creador. Que de habérselo propuesto hubiera conseguido un nombre en el panorama literario. Su sitio estaba en otra parte. Él lo percibió y se limitó a cumplir su papel en la historia. El del hombre que se arroja contra la modernidad sin importarle si termina hecho pedazos.
Neal Cassady
El primer tercio
Anagrama, 2006

El Blues de Jack Kerouac


No es casualidad que Jack Kerouac naciera en 1922. Año en que se publicó el Ulises de James Joyce. Con el tiempo, el irlandés se convertiría en una influencia capital para la obra de Kerouac. Quien entendería la importancia de el monólogo interior y la epifanía como modelo literario. Jack creía con firmeza que la vida estaba llena de momentos de iluminación (es la principal causa que después lo acercaría al budismo) y en sus libros a cada momento parece que sus personajes experimentan la ascensión.
Dividido entre la glorificación de América a la manera de Thomas Wolfe, el lirismo amargo y poético a la vez del Viaje al fin de la noche de Céline, y la abducción divina, Kerouac consolidaría una poética del lenguaje provocadora, arriesgada y propositiva a partir de sus propias experiencias. A la que llamó La leyenda Duluoz, con la que pretendía conformar un “vasto libro… una enorme comedia, como la de Proust”.
Que sus libros se sumaran, uno a uno, hasta convertirse en uno solo, sin duda es una proeza, tanto física como escritural. De la misma forma, El libro de Jack, una biografía oral de Jack Kerouac por Barry Gifford y Lawrence Lee pretende emular el modelo kerouaquiano para representar la vida del autor. Publicado por primera ocasión en 1978, aparece en una edición en castellano en el 2006, 28 años después, lanzó al camino a Gifford y Lee para atravesar el país en dos ocasiones para visitar todos aquellos lugares, personas, paisajes y memorias frecuentados por el autor de On the road. Debido a que la mayoría de las carreteras por las que Kerouac fraguó su leyenda habían sido absorbidas por el entonces sistema homogénico de la cultura de la autopista interestatal en Norteamérica, la tarea la llevaron a cabo casi siempre en avión.
El prólogo de este libro comienza con el siguiente párrafo:Estados Unidos plantea extrañas exigencias a sus autores de ficción. No nos basta su arte; esperamos de ellos que nos proporcionen modelos de comportamiento, con tanta intensidad que a veces los juzgamos más por su vida que por su obra. Nos gusta que declaren formar parte de un movimiento o de una generación, porque nos simplifica el uso que planeamos hacer de ellos. Si nos plantan delante un manifiesto, lo entendemos como un contrato con fuerza de ley.
Lo anterior, aunque los biógrafos lo denuncian sólo para decir a continuación que Jack fue victima de ese utilitarismo literario, arroja una luz particular sobre Kerouac. Que fue un hombre que respondió a las exigencias. De forma deliberada o no, su espíritu siempre estuvo al frente de lo que consideraba su deber, luchar por conservar la tradición de la gran narrativa norteamericana y por crear una nueva épica, la de la Norteamérica moderna, la que lo alentaba a entregarse sin reservas a una dinámica escritural de proporciones dostoyevskianas.
¿Y cómo no hacerlo? ¿Cómo no responder al llamado de una tierra que necesitaba ser glorificada, mitificada? Si Jack fue capaz de llenar los huecos que su figura abarcaba. La del hombre, la del escritor y la del mito. Y todo a base de hazañas. Porque Kerouac fue un hombre de hazañas. Sus logros deportivos en el campo de fútbol, recorrer el mundo incontables veces, en tren, en barco en automóvil, en autostop, denominar a su grupo como generación Beat, escribir en solo tres noches una novela como Los subterráneos y sobre todo descubrirnos esa América insospechada y desinhibida que se ocultaba tras la límpida y en apariencia inalterable nación que gobernaba Eisenhower. La capacidad para modificar la conciencia colectiva y demostrar que en el underground existía una fuerza vanguardista y renovadora que incitaba al renacimiento, fuerza y condiciones que con el tiempo alentarían a espíritus como Bob Dylan o al hippismo a reclamar para sí su propia América.
Antes de El libro de Jack existen en castellano dos documentos que retratan la personalidad de Kerouac, uno es Loca sabiduría. Así era la Generación Beat de James Campbell y el otro es Jack Kerouac. América y la Generación Beat. El último, titulado en inglés Desolate Angel, en alusión a una de las novelas del autor, puesto que está dedicado exclusivamente a su figura, contiene material extenso sobre el periplo de Kerouac por el mundo, pero no tan contundente como el ofrecido por El libro de Jack.
Como se trata de una biografía oral, lo que hicieron los biógrafos fue rastrear a los personajes que convivieron con Kerouac y realizar series exhaustivas de entrevistas. Es decir, por primera vez el lector en castellano tiene en sus manos información de primera mano, con todo lo que esto conlleva, imprecisiones, contradicciones, descontextualizaciones, etc., pero que hacen del libro algo vívido, sobrecogedor hasta tal punto que le ha ganado a Gifford el título de uno de los mejores biógrafos de los beats.
La historia oral está construida por personas claves en el mito kerouaquiano, vivas aún antes de la publicación de la primera edición en inglés, entre las que se destacan Lucien Carr. Uno de los primeros beats, un Rimbaud sin obra, lo calificaría Allen Ginsberg, quien se separó del movimiento porque asesinó un hombre y cumplió una condena en la cárcel. Herbert Huncke, un yanqui roba abrigos y un clochard experto en sobrevivir en las calles de Nueva York, después de Burroughs la figura más reverenciada por Jack. Gary Snyder, el budista en quien Jack se inspiró para escribir su novela Los vagos Dharma. John Clelllon Colmes, autor de Go!, la primera novela beat publicada. Y por supuesto Allen Ginsberg y William Burrough, poeta y narrador respectivamente, compañeros inseparables de Jack durante sus años de formación y miembros exclusivos de la Generación Beat.
El libro de Jack, a pesar de lo tardío de su publicación en español, es un testimonio eficaz para acercarse aun más a la vida de un autor fundamental para el desarrollo de las letras norteamericanas de la posguerra. Toda la información de las entrevistas realizadas por los biógrafos fue vaciada directamente en el libro, procurando respetar la oralidad de la conversación (algo que ya hiciera Kerouac en Visiones de Cody, la más experimental y joyceana de sus novelas) lo que hace de todo el trabajo documentativo una experiencia amena, digna de Jack, que contiene momentos de insuperable belleza, en los que parece que los protagonistas de esta biografía van a precipitarse hacia la epifanía, hacia la ascensión.
El libro de JackBarry
Gifford y Lawrence Lee
Bronce/Planeta, 2006

Esta madre (que es my mother) es una freidora cargada de pollo empanizado




Desde una infanta necia, pasando por una doncella que se dilata, hasta una chichi con moretones, la poesía de Minerva Reynosa siempre ha sido (y será) un fríjol saltarín en un plato de machaca. Y el que tenga un amor que lo cuide. Y el que tenga una pistola jale el gatillo. Porque a cada pan panadero le ha llegado su hora.
En Emotoma, a los taqueros de oriente y occidente se les adivinan los caprichos. A los de Madero y Colón, que piden queso, no les dan. Es que tanto ludismo, tanto argüende, tanto tirol, tanto viboreo no cabe en la página. Hace falta un video, una contestadota, una sanduichera para que no se azote la puerta, para que no se despierte el niño. Pero no hay de otra, grita la cumbia: el funk será convulsivo o no será. Será triunfo, será cerveza. Los personajes que se pasean por los poemas de Minessota Reynosa han dejado el libro todo añorado, todo altruista, todo para el dj, para el programa de Telesecundaria.
Y si no se soporta el rap, no se soporte la urbe. Esto no es un partido del América. Aquí sí se dan los goles. Minerva, oh, ah cómo le sale la gambeta, cómo se le descompone la secadora. Cada tanto parece una cicatriz, la herida no-sur que deja la carcajada del poema. La famosa cita en la bajada de cada estación del metro: aivalagua.
En su defecto, pues no ganó una grabadora con compac disc, papá, Emotoma se baila una pieza pegadita con Carmen Alardín para terminar las dos comiendo garnachas y chupándose los dedos. Pero qué monchis, la de estas dos compadritas, desparramadas como un blues, como una guitarra que recién acabara de tocar Johnny be good.
Minerva be bad. Be movie. Be city. Pero ai qué rechulo es Nuevo León. Por eso de aquí corrimos al mundo, pa que no haga finta. Para que este tránsito no sea otra peregrinación sin virgen, sin limosnita, sin niño dios. Estos poemas (ya todos lo saben, la Santanera, los Libres y locos y los locutores lo saben, lo saben) tienen un gusto a colación, a “bolo padrino”, a “con queso por favor”. Que bien pueden llamarse de otra forma, como Confesiones de una comedora de pizza, o agasajarse a un morro en medio de la plaza, o sorberse los mocos afuera de la primaria. Pero nunca nos defrauda, siempre existe esa vocación hyper porque el poema sea un salto al vacío, una serie de televisión, un carro alterado, nunca una moda otoño-invierno.
Hay que distraer al vecino, dorar los taquitos en manteca, y qué mejor desayuno escolar que ‘Mother Shapiro’. Qué mejor que qué mejor. Y vivan los vicios caros, los ajustes de cuentas, los chocolates con almendras. Que las golondrinas ya no se cantan con mariachi, ahora uno se despide en el Arco-iris, en el Jardín, en Guadalupop. Contra cualquier programa de gobierno un poema. Contra cualquier encerrón una madre, una pistola, una receta médica. Una arpilla de gaviotas para el mal del corazón. Un segundo de la tarde para el relingo.
Y qué decir de la cita puntual, del after y el before. Cumplida a punzadas con los Sex pistols. Para así no ser nada. Ni cita. Sólo síntomas. Síntomas en la cabeza dura del hoy es hoy. De los amantes que para la rotura utilizan ropa térmica. Ropa que va desde los comprimidos a los analgésicos. A la demostración fabulable, falibre, indeleble. Que en cada poema dice, grita: Si quieres bailar la cumbia, tienes que hacerlo muy bien. Se sacude, baila en la Fe Music Hall, la marca desde todos los estados de la mona. Que para muñecas la de estos labios pintados de marcha fúnebre, de utilería en la guadaña del televisor.
No me queda más, amenaza Alicia Villarreal. Minerva contesta No me duele nada, ni la doncella altiva y terrible que soy los días antes a mi periodo. Y si he perdido algo es por la maldita costumbre de reglar. Aquí se deja todo como la sangre que brota de en medio de sus piernas. Así avienta los poemas en la página, con el dolor, el gusto, el alivio de que tendrán que venir 28 días para que el suplico vuelva como una canción que uno odia, pero que sin embargo te la sabes de tanto escucharla en la radio. 28 días para poner el temple a remojar.
Y entre todo: la banda. William Carlos Williams baila “1979” mientras Billy Corgan se unta mil tratamientos contra la caída del cabello. El viejo Dimoxinil que tanto le sirvió a Homero lo único que sostiene son estos poemas, estos poemas que son los peluquines del instante. Nunca más veraz el instante como en esta cita extraída de las telenovelas: Mi nombre es Minerva Reynosa y soy Alcohólica. Eh aquí el drama del horario estelar. El canal de moretón.
Esto no es un asunto de tribulaciones paquidérmicas, al flan flan, y al pisto pisto. Sirva cada poema para un adiós a Atahualpa. Sirva cada charola de charales con piquín para un remolino en el centro del poemario. La calle sisters recién empedrada de levítico. Exprimidorcita Mulinex ruega por nosotros, Resumiderito Mulinex ruega por nosotros, Berrinchitos 2000 ruega por nosotros. Madre, pare de sufrir, jale la pistola, péguese un tiro o váyase al baile de Pesado.
Y así se sigue, como un corrido de la insoportable levedad del vallenato, por toda la pista de baile, para reafirmarnos su condición zen pop, de kamikaze del Microsoft, para decirnos más o menos así: échale más hermenéutica a tus tacos, más cilantro a tu metafísica, más posmodernismo al chicharrón. Y todo antes, mucho antes de que nos hagamos rucos, antes del besito de las buenas noches, antes de dejar este mundo para irnos de papirrol.
Emotoma
Minerva Reynosa
Conarte, 2007